Los divulgadores llevamos muchos
años discutiendo cómo hacer nuestro trabajo. Definiciones van, teorías vienen,
nos la pasamos agarrándonos del chongo y arrancándonos los pelos (los que los
tienen) para discurrir cómo poner la ciencia en el mapa. Ha sido tiempo
perdido. La solución la teníamos enfrente de las narices cada vez que
prendíamos la televisión u hojeábamos una revista de sociedad. Hela aquí: lo
que hay que hacer, simplemente, es poner la ciencia de moda.
Repriman su impulso de aplaudir,
queridos colegas. La idea no se me ocurrió a mí; la tuvieron los primeros
microscopistas en el siglo XVII. La cosa ocurrió así: cierto día un inquieto
estudiante de medicina tiene la insalubre idea de examinar al microscopio el
semen de un enfermo. (Qué asco. ¿Cómo se les ocurren estas porquerías a los
estudiantes?) Asombrado de lo que ve, le lleva a su maestro, Antonie van
Leeuwenhoek, un poco más de esperma del mismo enfermo (que tan enfermo no debía
estar). El naturalista holandés examina los animalillos que nadan
frenéticamente en el líquido y concluye que no están relacionados con la
enfermedad del donador, sino simplemente con su sexo: deben ser las famosas
semillitas que los papás ponen en las pancitas de las mamás.
Nada más para confirmar —y por puro
rigor científico— Leeuwenhoek decide comprobar si el semen de un hombre
saludable también contiene bichitos nadadores. ¿Dónde encontrar un hombre
saludable? ¡Pero si él mismo está en plena forma! ¡Y es tan hombrecito como
cualquiera! Leeuwenhoek hace discreto mutis con el Playboy de noviembre de 1677 y al poco rato comprueba que su semen
también contiene animálculos. El sabio redacta una pudorosa comunicación donde
informa del hallazgo a las sociedades científicas de su época.
Sus colegas desconfían. Con
profesionalismo encomiable, ellos también se exigen comprobar con sus propios
ojos (y su propio esperma) que Leeuwenhoek no está contando cuentos chinos.
Cunde la moda de examinar el semen al microscopio. Hasta las testas coronadas
se interesan en el extraordinario fenómeno y Pedro el Grande, zar de Rusia, se
presenta en casa de Leeuwenhoek, ávido de conocimiento científico. “A ver,
majestad”, le dice el sabio, “tome este frasquito y quítese los pantalones”.
(¡Uy! ¡Con razón le dicen Pedro el Grande!).
Lo demás es historia. Por espacio
de dos siglos la ciencia estuvo de moda. Se fundaron sociedades académicas a
tutiplén, los monarcas se interesaban en la ciencia y la financiaban, los
científicos convivían con los poetas en las soirées
de las damas elegantes, Michael Faraday (ya en las postrimerías de la moda
científica) daba pláticas de Navidad en auditorios atestados; todo ello fruto
de la (ejém) simiente que esparció Leeuwenhoek.
Poner de moda la ciencia no le
costó ningún trabajo al sabio holandés (su estudiante, claro, no cuenta:
Leeuwenhoek también inauguró esa moda). Le bastó dar a sus contemporáneos
(varones) pretexto para entregarse sin reparos al onanismo desenfrenado. ¿Nos
quedaremos atrás los divulgadores mexicanos?
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