domingo, 28 de julio de 2013

Cómo poner de moda la ciencia (No. 39, enero-marzo 2008)


Los divulgadores llevamos muchos años discutiendo cómo hacer nuestro trabajo. Definiciones van, teorías vienen, nos la pasamos agarrándonos del chongo y arrancándonos los pelos (los que los tienen) para discurrir cómo poner la ciencia en el mapa. Ha sido tiempo perdido. La solución la teníamos enfrente de las narices cada vez que prendíamos la televisión u hojeábamos una revista de sociedad. Hela aquí: lo que hay que hacer, simplemente, es poner la ciencia de moda.
Repriman su impulso de aplaudir, queridos colegas. La idea no se me ocurrió a mí; la tuvieron los primeros microscopistas en el siglo XVII. La cosa ocurrió así: cierto día un inquieto estudiante de medicina tiene la insalubre idea de examinar al microscopio el semen de un enfermo. (Qué asco. ¿Cómo se les ocurren estas porquerías a los estudiantes?) Asombrado de lo que ve, le lleva a su maestro, Antonie van Leeuwenhoek, un poco más de esperma del mismo enfermo (que tan enfermo no debía estar). El naturalista holandés examina los animalillos que nadan frenéticamente en el líquido y concluye que no están relacionados con la enfermedad del donador, sino simplemente con su sexo: deben ser las famosas semillitas que los papás ponen en las pancitas de las mamás.
Nada más para confirmar —y por puro rigor científico— Leeuwenhoek decide comprobar si el semen de un hombre saludable también contiene bichitos nadadores. ¿Dónde encontrar un hombre saludable? ¡Pero si él mismo está en plena forma! ¡Y es tan hombrecito como cualquiera! Leeuwenhoek hace discreto mutis con el Playboy de noviembre de 1677 y al poco rato comprueba que su semen también contiene animálculos. El sabio redacta una pudorosa comunicación donde informa del hallazgo a las sociedades científicas de su época.
Sus colegas desconfían. Con profesionalismo encomiable, ellos también se exigen comprobar con sus propios ojos (y su propio esperma) que Leeuwenhoek no está contando cuentos chinos. Cunde la moda de examinar el semen al microscopio. Hasta las testas coronadas se interesan en el extraordinario fenómeno y Pedro el Grande, zar de Rusia, se presenta en casa de Leeuwenhoek, ávido de conocimiento científico. “A ver, majestad”, le dice el sabio, “tome este frasquito y quítese los pantalones”. (¡Uy! ¡Con razón le dicen Pedro el Grande!).
Lo demás es historia. Por espacio de dos siglos la ciencia estuvo de moda. Se fundaron sociedades académicas a tutiplén, los monarcas se interesaban en la ciencia y la financiaban, los científicos convivían con los poetas en las soirées de las damas elegantes, Michael Faraday (ya en las postrimerías de la moda científica) daba pláticas de Navidad en auditorios atestados; todo ello fruto de la (ejém) simiente que esparció Leeuwenhoek.
Poner de moda la ciencia no le costó ningún trabajo al sabio holandés (su estudiante, claro, no cuenta: Leeuwenhoek también inauguró esa moda). Le bastó dar a sus contemporáneos (varones) pretexto para entregarse sin reparos al onanismo desenfrenado. ¿Nos quedaremos atrás los divulgadores mexicanos?

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