En un rapto de inspiración
memorable, una investigadora de nuestra universidad dijo una vez que los
científicos ganan más, tienen coches más bonitos y se acuestan con más gente
que el común de los mortales. Con esta simple declaración, publicada una sola vez
en un periódico de circulación nacional, nuestra investigadora contribuyó más a
la causa de despertar vocaciones científicas entre los jóvenes que nosotros los
divulgadores en un año completo. Y pensar que hay colegas que piensan que los
que sabemos hacer divulgación somos nosotros.
Se
me objetará que la afirmación de esta investigadora no es estrictamente cierta.
Se me objetará incluso que es más bien completamente falsa. ¿Y qué?, les digo
yo a los remilgosos. Después de todo, acaba de publicarse un libro donde se
demuestra inobjetablemente que la física es una superchería y los físicos unos
impostores que lo han sabido todo el tiempo, lo cual no ha impedido que se
enseñe física, o algo que se le parece, en las escuelas y en las universidades
durante dos o tres siglos sin que nadie se dé cuenta del engaño. Es más, me
atrevo a afirmar que la física se seguirá enseñando incluso ahora que todos
sabemos que es un camelo. Y si se salen con la suya los físicos, ¡taimados
embaucadores!, ¿por qué nosotros, los divulgadores, no?
Propongo
concretamente que, pese a saber que es falsa, difundamos esta imagen tan
atractiva del científico como discípulo de James Bond y la científica como
émula de Angelina Jolie. Ataquemos el estereotipo del científico nerd instaurando subrepticiamente uno
nuevo: el de los científicos más parecidos a personajes de película de amor y
lujo que a… pues que a científicos, para acabar pronto.
Colegas,
sin darnos cuenta, al presentarnos desvergonzadamente ante el público durante
todos estos años con nuestras espantosas humanidades a cuestas, no hemos hecho
más que menoscabar la eficacia de nuestra heroica labor. Para remediarlo
propongo, pues, que los divulgadores nos volvamos fantasmas y que enviemos a
las conferencias en nuestro lugar a jóvenes y señoritas guapos y bien vestidos.
Así nuestro público empezará a asociar la ciencia con la juventud y la
donosura, que es por donde se empieza. Estos jóvenes y señoritas vicarios
nuestros deberán, además, transportarse en coches lujosos y estar rodeados casi
siempre de otros jóvenes y señoritas con muy poquita ropa para hacer creer a
nuestras víctimas que cuando se es científico aumenta la probabilidad de verse
entre gente semidesnuda (lo cual, como se sabe, es estrictamente cierto sólo
entre los médicos y los antropólogos, y no por las razones ni con las
consecuencias que uno podría desear).
Con
esta idea estoy seguro de que contribuyo a aumentar la matrícula en carreras
científicas y cumplir así uno de los objetivos de la divulgación de la ciencia.
Y lo hago desinteresadamente. Así es uno.
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