Los pequeños detalles, según nos
quieren hacer creer los adeptos de la filosofía en aerosol, son la sal de la
vida: “Ay, mi amor, ¡fuiste al súper!”, “¡Pero, licenciado! ¿Chanel numéro cinq? No se hubiera molestado”,
“Señores diputados, por sus atenciones don Emilia les va a dar un pequeño
regalito de nada. ¡Ramiro! ¡Traite las Hummer!”
¡Ah, esos detallitos que hacen que
valga la pena vivir!
Por otro lado, según nos quieren
hacer creer los adeptos de la teoría del caos, los pequeños detalles, más allá
de ponerle sazón a la existencia, pueden tener grandes consecuencias. Hasta
pueden alterar el curso de la historia. Imagínense, por ejemplo, que Isaac
Newton, en lugar de nacer en Woolsthorpe, hubiera nacido en Acapulco. Entonces,
en vez de sentarse a la sombra de un manzano a reflexionar acerca de la
gravedad, hubiera tenido que sentarse debajo de una palmera y en vez de
manzana, sobre su genial coco habría caído un ídem y sus reflexiones sobre la gravedad hubieran terminado
abruptamente por razones de peso. El efecto de este pequeño cambio de posición
en el lugar de nacimiento de Newton (pequeño por lo menos en la escala cósmica,
que es la única digna de considerarse) se propagaría como una vibración por la
telaraña de la historia. Como consecuencia, el inventor de la mecánica
newtoniana no hubiera sido Newton y nos haríamos unas bolas espantosas, ¿se
imaginan?: “La mecánica de Newton, llamada así en honor de su descubridor,
Pepe…” Los pequeños detalles pueden dejar el mundo irreconocible.
Los divulgadores tenemos que estar
atentos a este efecto amplificador de las consecuencias porque, como todos
saben, nuestras actividades tienen muchísimo impacto. No podemos permitirnos
decir tonterías ni hablar a la ligera. Por tomar dos ejemplos al azar, no
podemos andar por ahí diciendo en nuestras exposiciones que el arte se parece a
la ciencia o que la mecánica cuántica se reduce a su historia. Es más, ante el
potencial aterrador de nuestras acciones yo estoy por no volver a proferir una
palabra divulgativa en mi vida. Miren lo que puede ocurrir si el fruto de
nuestros afanes cae en manos inapropiadas:
George W. Bush, siempre atento a la
ciencia y a la salud del entorno, mandó exterminar todas las mariposas de
Brasil con DDT sin preguntarle a Lulla porque uno de sus consejeros científicos
leyó en un artículo de divulgación que el batir de alas de una mariposa en ese
país podía desencadenar un tornado en Texas.
Cuando los aviones gringos
terminaban de rociar con su nube mortífera los últimos kilómetros cuadrados de
la selva del Amazonas, otro consejero irrumpió sin aliento en la Oficina Oval y
le dijo a Bush que lo del tornado y las mariposas era una metáfora. Entonces
Bush le declaró la guerra a Grecia. Los aviones gringos estaban terminando de
hacer fosfatina el Peloponeso cuando apareció otro asesor y le informó al
hombre más poderoso del mundo que las metáforas son sólo figuras retóricas. Se
disponía Bush a mandar matar a todo el Partido Republicano cuando otro asesor
entró —éste sí a tiempo (lástima)— y aclaró que el anterior había dicho
“retóricas”, no “retrógradas”.
De noche, ya en cama con Laura,
George, muy ufano y con las manos detrás de la cabeza, le decía a su media
naranja:
—Estarás orgullosa de mí, honeybunch. Hoy conseguí que no vuelva a
haber tornados en Texas.
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