No es por adornarme, pero el otro
día, haciendo memoria, me di cuenta de que he estado haciendo divulgación
científica desde la adolescencia. Y, como el buen juez de los proverbios, empecé
por mi casa, con mis padres.
Para
salir de château de Régules los
viernes por la noche había que hacer más trámites que para emigrar de la Unión
Soviética en tiempos de Stalin.
--Tienes
que decirme dónde vas a estar y a qué horas –decía mi mamá.
--En
otras palabras, mamá –contestaba yo—, lo que tú quieres es la ecuación de mi
trayectoria.
Con
esto mi mamá entendía el importante concepto de trayectoria de una partícula,
que es la sucesión de puntos que va ocupando un móvil al correr el tiempo. Y como
mi mamá exigía la máxima precisión tanto espacial como temporal, era muy fácil
explicarle la importancia de poder desmenuzar las variables x y t
en pedacitos tan chiquitos como se quiera para poder hacer predicciones,
capacidad que es característica y orgullo de la física clásica.
Un
buen día me planté frente a mis papás y les dije:
--De
ahora en adelante mis salidas nocturnas se regirán por el principio de
incertidumbre de Heisenberg.
El
principio de incertidumbre, como se imaginarán, me lo acababan de enseñar en la
facultad. Como mis papás me miraban con
los ojos perdidos en la lejanía, añadí a manera de explicación:
--Si
quieren saber dónde estoy, no les digo a qué hora llego, y si quieren saber a
qué hora llego, no les digo dónde estoy.
Procedí
en seguida a explicarles el valor didáctico de vivir en carne propia lo que me
enseñaban en la universidad. Mi alegato debe haberlos convencido, porque desde
entonces el procedimiento para emigrar se simplificó notablemente. Todo iba
viento en popa hasta que me inscribí en el curso de dinámica de sistemas no
lineales, conocido afectuosamente como curso de caos, y traté de pasarme de
listo empleando el mismo argumento que con el principio de incertidumbre.
--Para
entender el caos hay que vivirlo –les dije a mis progenitores.
Pero
tanto va el cántaro al agua que al fin… ya saben ustedes. Mi papá se sacó el
puro de la boca, signo ominoso de que se nos venían encima cataclismos de
dimensiones bíblicas, y dijo perentoria y contundentmente:
--De
ahora en adelante en esta casa nos regiremos por la regla de oro: el que tiene
el oro pone las reglas.
Y
así quedó trunca la primera etapa de mi trayectoria de divulgador de la
ciencia. ¡Padres injustos!
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