Después de cuatro años de trabajar
en un museo de ciencias y con dos congresos internacionales en mi haber, por
fin he entendido qué es eso de museo interactivo. Mi presteza en el aprender no
debe sorprender a nadie: después de todo soy físico, y los físicos, como ya se
sabe, lo podemos hacer todo bien sin molestarnos en profundizar (que
profundicen los buzos).
“Interactivo”,
según he logrado entender, quiere decir que el usuario y el aparato establecen
una relación casi carnal en la que el usuario tiene que hacerle algo al aparato
para que éste funcione, como en ciertas parejas. Un libro, por ejemplo, no es
interactivo porque uno no le hace nada (especialmente si ni siquiera lo lee,
destino de muchísimos libros). Un texto en internet o en un CD-ROM, en cambio,
es otra cosa: uno tiene que picarle al mouse para pasar las páginas, lo cual,
al parecer, convierte la tediosa actividad de leer en una experiencia
interactiva y por lo tanto, superdivertidísima.
En los museos de
ciencias se acostumbra también “sacar la exposición de la pared”. Podría
pensarse que este precepto nos obliga a poner objetos en las exposiciones, pero
al parecer no es necesario complicarse tanto la vida. Imagínense tener que ir a
buscar un virus para ponerlo en la exposición. ¡Guácala! Por suerte cualquier
texto o gráfico se convierte en un objeto tridimensional si lo imprimimos en
una caja de volumen apreciable. Claro, como “se sale de la pared”…
Otro aspecto que
se suele enfatizar en las exposiciones interactivas es el nacionalismo. El
nacionalismo, desde luego, conduce a puras cosas buenas, como demuestra la
historia, por lo cual es muy sano que lo promovamos en nuestros museos. En
México mostrar nacionalismo es más fácil que en otros países porque aquí
tenemos una identidad nacional muy marcada y una tradición milenaria que ya
quisieran otros. Es más, hay quien sostiene que nuestros antepasados ya lo
sabían todo. Los mayas conocían el cero, lo cual puede parecer poca cosa: en
secundaria yo también conocí el cero y no me costó ningún trabajo, pero también
conocían los secretos del viaje interestelar, la teoría de la relatividad, la
mecánica cuántica y el genoma humano. Ni que decir de los aztecas, que aunque
no llegaron a tanto, les faltó muy poco (parece que no descubrieron el genoma
porque en náhuatl es muy difícil decir “desoxirribonucléico”). Así pues, si
hacemos una exposición de, digamos, el teorema de Pitágoras, bastará buscar en
los anales de la historia nacional para encontrar a algún antepasado nuestro
que haya descubierto el teorema antes que Pitágoras. La exposición se podría
titular entonces Pitorreándose de
Pitágoras. Estoy seguro de que sería un éxito nacionalista.
Con todas estas
lecciones me he atrevido a imaginar el equipo interactivo ideal para nuestra
idiosincracia: una escultura de Tláloc montada en una plataforma que se pone a
girar por medio de un botón y que tiene por detrás una cédula en la que se
explica el ciclo del agua. Voilà!
Exposición científica, interactiva, tridimensional, nacionalista y con arte,
por si fuera poco. ¿Qué más se puede pedir?
La senda
ecológica de Universum podría
cosechar grandes beneficios de mi nuevo saber. Noto con desaprobación que la
senda no es interactiva: ¡no tiene ni un solo botón, qué vergüenza! Propongo,
pues, que empecemos por cortar todas esas molestas plantas que le rozan a uno
la piel y le espinan los brazos. En su lugar podemos poner cajas de luz con
fotos de las mismas plantas que se iluminen al activar el visitante un sensor
de presencia. Para hacer la experiencia de veras interactiva, y por lo tanto
superdivertidísima y educativa, podemos poner en cada parada un teléfono que
recite la clasificación biológica de la planta, la extensión de su hábitat y
sus propiedades histológicas e histoquímicas, así como los platillos de la
cocina autóctona en los que se emplea.
Como verán, he
aprendido mucho. Me pregunto por qué nadie me ha invitado a dirigir un museo de
ciencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario