domingo, 28 de julio de 2013

Interactivo peripatético (No. 22, febrero-abril 2003)


Después de cuatro años de trabajar en un museo de ciencias y con dos congresos internacionales en mi haber, por fin he entendido qué es eso de museo interactivo. Mi presteza en el aprender no debe sorprender a nadie: después de todo soy físico, y los físicos, como ya se sabe, lo podemos hacer todo bien sin molestarnos en profundizar (que profundicen los buzos).
“Interactivo”, según he logrado entender, quiere decir que el usuario y el aparato establecen una relación casi carnal en la que el usuario tiene que hacerle algo al aparato para que éste funcione, como en ciertas parejas. Un libro, por ejemplo, no es interactivo porque uno no le hace nada (especialmente si ni siquiera lo lee, destino de muchísimos libros). Un texto en internet o en un CD-ROM, en cambio, es otra cosa: uno tiene que picarle al mouse para pasar las páginas, lo cual, al parecer, convierte la tediosa actividad de leer en una experiencia interactiva y por lo tanto, superdivertidísima.
En los museos de ciencias se acostumbra también “sacar la exposición de la pared”. Podría pensarse que este precepto nos obliga a poner objetos en las exposiciones, pero al parecer no es necesario complicarse tanto la vida. Imagínense tener que ir a buscar un virus para ponerlo en la exposición. ¡Guácala! Por suerte cualquier texto o gráfico se convierte en un objeto tridimensional si lo imprimimos en una caja de volumen apreciable. Claro, como “se sale de la pared”…
Otro aspecto que se suele enfatizar en las exposiciones interactivas es el nacionalismo. El nacionalismo, desde luego, conduce a puras cosas buenas, como demuestra la historia, por lo cual es muy sano que lo promovamos en nuestros museos. En México mostrar nacionalismo es más fácil que en otros países porque aquí tenemos una identidad nacional muy marcada y una tradición milenaria que ya quisieran otros. Es más, hay quien sostiene que nuestros antepasados ya lo sabían todo. Los mayas conocían el cero, lo cual puede parecer poca cosa: en secundaria yo también conocí el cero y no me costó ningún trabajo, pero también conocían los secretos del viaje interestelar, la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y el genoma humano. Ni que decir de los aztecas, que aunque no llegaron a tanto, les faltó muy poco (parece que no descubrieron el genoma porque en náhuatl es muy difícil decir “desoxirribonucléico”). Así pues, si hacemos una exposición de, digamos, el teorema de Pitágoras, bastará buscar en los anales de la historia nacional para encontrar a algún antepasado nuestro que haya descubierto el teorema antes que Pitágoras. La exposición se podría titular entonces Pitorreándose de Pitágoras. Estoy seguro de que sería un éxito nacionalista.
Con todas estas lecciones me he atrevido a imaginar el equipo interactivo ideal para nuestra idiosincracia: una escultura de Tláloc montada en una plataforma que se pone a girar por medio de un botón y que tiene por detrás una cédula en la que se explica el ciclo del agua. Voilà! Exposición científica, interactiva, tridimensional, nacionalista y con arte, por si fuera poco. ¿Qué más se puede pedir?
La senda ecológica de Universum podría cosechar grandes beneficios de mi nuevo saber. Noto con desaprobación que la senda no es interactiva: ¡no tiene ni un solo botón, qué vergüenza! Propongo, pues, que empecemos por cortar todas esas molestas plantas que le rozan a uno la piel y le espinan los brazos. En su lugar podemos poner cajas de luz con fotos de las mismas plantas que se iluminen al activar el visitante un sensor de presencia. Para hacer la experiencia de veras interactiva, y por lo tanto superdivertidísima y educativa, podemos poner en cada parada un teléfono que recite la clasificación biológica de la planta, la extensión de su hábitat y sus propiedades histológicas e histoquímicas, así como los platillos de la cocina autóctona en los que se emplea.
Como verán, he aprendido mucho. Me pregunto por qué nadie me ha invitado a dirigir un museo de ciencias.

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