domingo, 28 de julio de 2013

La misión de un divulgador (No. 37, julio-septiembre 2007)



George W. Bush subió animado la escalinata del Air Force One, un espléndido Boeing 747 adornado con la insignia de la presidencia de Estados Unidos. Bush iba dando saltitos de colegiala emocionada. Detrás de él, su asesor de ciencia remontaba la escalinata con paso más majestuoso. Ya acomodados en sus amplios asientos y con sendos vasos de bourbon en la mano, los dos hombres se pusieron a conversar.
            —Dime, Sergio, ¿tú crees que el ejército ya esté allá cuando yo llegue?
            —Mmmh. Es muuuuuy lejos, George. El último pelotón partió ayer. Yo creo que todavía van a tardar un rato.
            Bush tamborileó distraídamente en el descansabrazos. El leviatán de los aires entró en la pista y esperó instrucciones.
            —Vaaaaaaamonós —vociferó el presidente. El avión respondió con un bramido atronador de turbinas voraces y Bush contuvo la respiración.
            —Ay, es que detesto los despegues —le dijo a su asesor científico.
            El asesor reflexionaba, dándole sorbitos a su whisky. ¡Qué fácil había sido convertirse en asesor científico de Bush! No había tenido que presentar credenciales científicas; le había bastado personarse en la Casa Blanca con una pancarta que decía “¿Quiere aumentar el calentamiento global? Pregúnteme cómo”. No le fue difícil ganarse la confianza del presidente. Luego las bocinas ocultas en la almohada, los mensajes subliminales mientras dormía. ¡Bush creía que le hablaba Dios!
            Veinte minutos antes de aterrizar en Cabo Cañaveral, Florida, Bush se ausentó unos instantes y regresó vestido con un overol anaranjado y casco de astronauta.
            —Te ves muy bien, George. Seguro que vas a impresionar a todos en el nuevo planeta.
            —¿No quieres venir tú también? A lo mejor hay asuntos científicos que resolver por allá: investigadores necios que silenciar, directores de institutos que despedir…
            —Naaaaaa —dijo su asesor científico—. Tengo mucho trabajo. Además, para despedir directores de institutos tú te pintas solo, tigre.
            —Pero ¿estás seguro de que debo ir? ¿Qué hay en ese planeta?
            —Pues hay…ejém…agua —dijo el otro. Luego prosiguió, inspirado: —Y donde hay agua hay vida y donde hay vida hay árabes y donde hay árabes hay petróleo y donde hay petróleo hay oportunidades para Estados Unidos.
            —Más que oportunidades, Sergio: es nuestro deber divino invadir y apropiarnos de todo. Me lo dijo Dios ayer.
            —Exacto: por eso tienes que ir tú mismo a dirigir la operación. No podemos mandar a un idiota cualquiera.
            El 747 se posó en la pista de Cabo Cañaveral como una mariposa en una flor, pero con más estrépito. En la plataforma de lanzamiento esperaba un cohete. Bush salió corriendo con su traje de astronauta. El asesor científico lo vio subirse y cerrar la portezuela. Luego se oyó un “vaaaaaaamonós” y el cohete despegó, rumbo al nuevo planeta, adonde llegaría en 500,000 años.
            De Régules, el asesor, sacó una cigarrera del bolsillo de su traje Armani y encendió un cigarro con elegancia mientras veía la fumarola plateada del cohete perderse en la estratósfera.
            Acababa de salvar al mundo de su peor amenaza. ¡Y no eran ni las diez!

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