domingo, 28 de julio de 2013

Leucocitos oficiosos (No. 38, octubre-diciembre 2007)


Cuando escribo divulgación o reviso artículos para ¿Cómo ves?, siento una presencia que me vigila por encima del hombro, como si una maestra regañona me estuviera revisando la tarea: es el rigor científico, objeto de las obsesiones y las fantasías eróticas de todo divulgador serio. Si al escribir me permito una metáfora mamerta, el rigor científico me da un manazo y chasquea la lengua; si me abandono al lirismo, me propina un zape guajolotero con un periódico enrollado.
El rigor científico en la divulgación también les ocupa la mente a algunos investigadores que patrullan las páginas de ¿Cómo ves? cual concienzudos glóbulos blancos, a la caza de pifias y despropósitos que los editores hayamos podido cometer al preparar los artículos para publicación. Así, de tanto en tanto recibimos llamadas o e-mails de estos pulcros representantes del rigor científico. “No es cierto que Plutón lo descubrió Walt Disney”, nos informan. O bien: “Se equivocaron: el mosquito anófeles no se llama así por picar solamente en las pompas”. Nosotros hacemos acto de contrición y publicamos una fe de erratas, además de aguzar los sentidos para no regarla otra vez. Para mejorar la calidad de nuestro trabajo siempre es bueno que haya alguien que nos señale nuestros errores.
Pero es mucho mejor que haya alguien que les señale nuestros errores a nuestros jefes. Cuando, en la escuela, la maestra me decía: “¡De Régules! ¡Tienes una letra horrible!”, a mí me entraba por un oído y me salía por el otro. Pero cuando se lo decía a mi mamá, la cosa cambiaba. Las mamás tienen la sartén por el mango. Al recurrir a mi mamá, la escrupulosa educadora podía pasar por encima de mis despreciables motivos y mi impertinente autodeterminación para garantizar que yo sacara provecho de su sabiduría. Todo por mi bien, no faltaría más.
Los divulgadores —¡niños que somos!— a veces también necesitamos que se entere mamá para que atendamos las siempre atinadas reclamaciones y sugerencias de los vigilantes de la divulgación. Nada garantiza que hagamos caso si nos las comunican solamente a nosotros. Por eso es muy bueno que el sistema inmunitario de la divulgacción incluya también leucocitos oficiosos de talante más policial que, en vez de perder el tiempo con nosotros, llevan sus quejas y recomendaciones directamente a la fuente de toda autoridad legítima. Al recurrir a nuestro jefe, estos sabios observadores mejoran las probabilidades de que hagamos exactamente lo que reclaman, sin chistar ni interponer argumentos ociosos (por provenir de nosotros) como “nuestra revista no está organizada así” y “su artículo está escrito con las patas, por decirlo eufemísticamente”.
Los divulgadores que no tienen jefe están abandonados a su propio juicio en toda circunstancia. Cuando uno de esos benévolos avatares del rigor científico les hace una recomendación o una crítica, tienen que decidir por sí solos si las aceptan y se enmiendan. Eso quiere decir que a veces los muy tontos no las aceptan ni se enmiendan. ¡Pobrecitos!  Si no están bajo una autoridad a través de la cual puedan imponerse los leucocitos oficiosos, ¿cómo pueden éstos alumbrarles el sendero? No tener jefe, digo yo, es como no tener madre.
Un día unos investigadores de opiniones muy firmes acerca de la recta práctica de la divulgación nos sugirieron a Estrella Burgos y a mí que ¿Cómo ves? dedicara un número especial a cada instituto de investigación científica de la UNAM. No tuvimos dificultad en imaginarnos las hordas de lectores ávidos que, alentadas por la promesa de emociones infinitas, se arrebatarían los últimos ejemplares del número dedicado al Centro de Ciencias de la Materia Condensada o al Instituto de Física. Con todo, echamos la recomendación en saco roto. ¿Ven lo que les digo? Si estos investigadores hubieran convencido a nuestros jefes, otro gallo cantaría.
Los leucocitos oficiosos pueden ser, además, los personajes más entrañables de una vida. Yo recuerdo con inmenso cariño —cómo no— a las maestras que me acusaban con mi mamá. Estoy seguro de que además, si me esfuerzo mucho, algún día hasta entenderé en qué forma, exactamente, me benefició su influencia.

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