domingo, 28 de julio de 2013

Lo que necesitan nuestros clientes (No. 24, agosto-octubre 2003)


Los divulgadores nos la pasamos penando porque no tenemos suficiente público. ¡Es que no sabemos mercadotecnia! Si la supiéramos, lo que haríamos sería identificar las necesidades de nuestro mercado y producir algo para satisfacerlas. Nuestro público, ya debería estar claro, no necesita que le contemos cuentos de cuando éramos chiquitos, ni de cómo llegó a interesarnos la ciencia. Tampoco necesitan que les expliquemos las leyes de Newton con manzanas (aunque esas frutas sean ideales para explicar las leyes de Newton, especialmente la de gravitación universal). En resumen, no necesitan ni quieren que les mostremos la ciencia como si no fuera esa cosa horrible que les enseñan en la escuela. No: según los más informados expertos en divulgación, lo que necesita nuestro público (nuestros “clientes” como dicen en la SEP) es que le enseñemos bien lo que en la escuela le enseñan mal. O sea, casi todo.
         El papá de un novio que tuvo mi hermana, un sabio, proponía que los intelectuales se dejaran de tonterías y tomaran el pico y la pala. Mi idea genial más reciente es una propuesta similar: que ya nos dejemos de escribir esos libros y artículos de ciencia que parecen cuentos y narraciones (de los que yo soy culpable de un buen número, ¡ay, cómo me arrepiento!) y nos pongamos a escribir libros de texto. En cuanto a nuestros museos, ya basta de tontos talleres en los que los niños se divierten. Quitemos las ñoñas mesitas con sillitas de colores y pongamos en su lugar pupitres, caramba. En vez de talleristas, pongamos profesores. En vez de salas, aulas. En vez de exposiciones, pizarrones. En vez de museos…¡escuelas!
         Nuestros visitantes –que ya no se llamarían así, sino educandos—entrarían directamente a alguna cátedra o lección en vez de una visita guiada. Si uno quisiera salir a hacer pipí, tendría que levantar la mano. Habría recreo, pero breve para que no se disipen los educandos. Ya no tendríamos que partirnos la cabeza diseñando exposiciones ni forjando conferencias capaces de seducir al estudiante de secundaria más bruto porque el que se ausentara o propiciara el desorden tendría puntos menos. Tampoco tendríamos que andar actualizándonos, que siempre es una lata. Bastaría ceñirse al plan de estudios. Qué cómodo sería nuestro trabajo, ¿no creen? Y por si fuera poco, podríamos cobrar colegiatura.
No perdamos más tiempo y convirtamos nuestros museos en escuelas, nuestros libros en manuales y nuestras conferencias en lecciones. Y no me agradezcan, por favor.
Siempre que tengo ideas geniales para mejorar la divulgación duermo mal porque toda la noche oigo coros de ángeles con acompañamiento de clarines y trompetas, pero esta última ocurrencia me provocó sueños de burros rebuznando y claxonazos de victoria futbolera. Me pregunto por qué. Me he quemado las pestañas leyendo La interpretación de los sueños, pero ha sido en vano. Freud menciona a los ángeles, pero de burros y claxonazos ni una palabra.
Ni de futbol, por cierto.

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