Los divulgadores nos la
pasamos penando porque no tenemos suficiente público. ¡Es que no sabemos
mercadotecnia! Si la supiéramos, lo que haríamos sería identificar las
necesidades de nuestro mercado y producir algo para satisfacerlas. Nuestro
público, ya debería estar claro, no necesita que le contemos cuentos de cuando
éramos chiquitos, ni de cómo llegó a interesarnos la ciencia. Tampoco necesitan
que les expliquemos las leyes de Newton con manzanas (aunque esas frutas sean
ideales para explicar las leyes de Newton, especialmente la de gravitación
universal). En resumen, no necesitan ni quieren que les mostremos la ciencia
como si no fuera esa cosa horrible que les enseñan en la escuela. No: según los
más informados expertos en divulgación, lo que necesita nuestro público
(nuestros “clientes” como dicen en la SEP) es que le enseñemos bien lo que en
la escuela le enseñan mal. O sea, casi todo.
El papá de un novio que tuvo mi hermana, un sabio, proponía
que los intelectuales se dejaran de tonterías y tomaran el pico y la pala. Mi
idea genial más reciente es una propuesta similar: que ya nos dejemos de
escribir esos libros y artículos de ciencia que parecen cuentos y narraciones
(de los que yo soy culpable de un buen número, ¡ay, cómo me arrepiento!) y nos
pongamos a escribir libros de texto. En cuanto a nuestros museos, ya basta de
tontos talleres en los que los niños se divierten. Quitemos las ñoñas mesitas
con sillitas de colores y pongamos en su lugar pupitres, caramba. En vez de
talleristas, pongamos profesores. En vez de salas, aulas. En vez de
exposiciones, pizarrones. En vez de museos…¡escuelas!
Nuestros visitantes –que ya no se llamarían así, sino
educandos—entrarían directamente a alguna cátedra o lección en vez de una
visita guiada. Si uno quisiera salir a hacer pipí, tendría que levantar la
mano. Habría recreo, pero breve para que no se disipen los educandos. Ya no
tendríamos que partirnos la cabeza diseñando exposiciones ni forjando
conferencias capaces de seducir al estudiante de secundaria más bruto porque el
que se ausentara o propiciara el desorden tendría puntos menos. Tampoco
tendríamos que andar actualizándonos, que siempre es una lata. Bastaría ceñirse
al plan de estudios. Qué cómodo sería nuestro trabajo, ¿no creen? Y por si
fuera poco, podríamos cobrar colegiatura.
No
perdamos más tiempo y convirtamos nuestros museos en escuelas, nuestros libros
en manuales y nuestras conferencias en lecciones. Y no me agradezcan, por
favor.
Siempre
que tengo ideas geniales para mejorar la divulgación duermo mal porque toda la
noche oigo coros de ángeles con acompañamiento de clarines y trompetas, pero
esta última ocurrencia me provocó sueños de burros rebuznando y claxonazos de
victoria futbolera. Me pregunto por qué. Me he quemado las pestañas leyendo La interpretación de los sueños, pero ha
sido en vano. Freud menciona a los ángeles, pero de burros y claxonazos ni una
palabra.
Ni
de futbol, por cierto.
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