domingo, 28 de julio de 2013

¡Paren las prensas! (No. 20, agosto-octubre 2002)


De las situaciones arquetípicas más socorridas para insuflarle emoción a un relato cinematográfico o televisivo --por ejemplo, la del héroe incomprendido que a costa de un gran sacrificio hace un bien a la comunidad aunque ésta lo rechaza, o la del sátiro insaciable y libertino que se la pasa en la cama con mujeres distintas-- la segunda que más recurre en mis fantasías es la del director de un periódico que, al enterarse de un suceso importante cuando la edición del día siguiente ya se está imprimiendo, echa a correr por los pasillos de la redacción vociferando: “¡Paren las prensas!”
         Siempre quise ser poseedor de información privilegiada para poder regalársela magnánimamente al mundo, el cual, en agradecimiento, me aclama como su héroe. (La fantasía se complica porque luego, un montón de mujeres hermosas, también muy agradecidas, vienen a preguntarme cómo podrían retribuirme y yo les contesto que... en fin, la fantasía se complica.)
         Por lo tanto, es con gran placer que uso mis páginas de El muégano divulgador para bramar (metafóricamente) “¡paren las prensas!” e informar a la comunidad de un descubrimiento epistemológico fundamental: he llegado a la conclusión de que la ciencia no es completamente objetiva y que las creencias filosóficas de sus practicantes, pese a todo, sí influyen en los resultados que obtienen o que no obtienen.
         (¿Por qué se quedan tan callados? No me digan que ya lo sabían...)
         La originalísima conclusión que aquí reporto me vino un día de inspiración, luego de considerar el caso del descubrimiento de fármacos para aliviar la mente --ansiolíticos, antidepresivos y demás. Por espacio de muchos siglos un grupúsculo minoritario y sin importancia conocido como noventa y nueve por ciento de la civilización occidental creyó que, mientras el cuerpo era una cochinada corruptible y maloliente cuyo destino bien merecido era pudrirse en las entrañas de la tierra, la mente era un flato espiritual y puro, don de los dioses, que sólo se juntaba con el asqueroso cuerpo porque no le quedaba más remedio, y que se iba a parajes más etéreos en cuanto el cuerpo colgaba los tenis. Esta creencia retrasó las ciencias de la mente, como demostraré en seguida.
         Los médicos de la mente ya habían tenido ocasión de observar con envidia que sus rivales, los médicos del cuerpo, conseguían muchas veces curar a su repugnante objeto de estudio poniéndole una inyección al paciente. Dispuestos a no ser menos, se dieron a la tarea de inventar sustancias que, inoculadas a la mente, la curaran de todos sus males, desde el de amores hasta el de Alzheimer. La empresa falló cuando los médicos participantes no pudieron encontrarle a la mente las pompas para ponerle las inyecciones.
         Por suerte, la serendipia, esa aliada de los científicos, vino al rescate. Quiso el destino que, en su desesperación, el líder del proyecto, bien conocido por su esquizofrenia galopante y su empeño en pensar durante sus ataques que los productos de su imaginación eran los señores de batas blancas en vez de los enanitos verdes con cascabeles y trajes de colores, quiso el destino, decía, que el líder del proyecto se sentara sin darse cuenta sobre la jeringa que contenía el fármaco que el equipo pretendía inyectarle a la mente, hecho lo cual profirió un “¡ay!”, que era lo más lúcido que se le había oído decir en su vida. Acto seguido, se curó de la esquizofrenia. Con eso los médicos que habían pensado que la mente era independiente del cuerpo se dieron cuenta de su error milenario: creer en la separación del cuerpo y la mente les había impedido imaginarse que para inyectarle una medicina a la etérea psique bastaba inoculársela al paciente en las mundanas y materiales posaderas.
         Los señores de batas blancas celebraron el descubrimiento como si en éste no hubiera tenido nada que ver la casualidad, con publicación y todo. Los enanitos verdes hicieron huelga de cascabeles caídos, pero nadie les hizo caso.
         ¿Hasta dónde habríamos llegado si estos señores no hubieran vivido cegados por el concepto de una mens eterea presa contra su voluntad en un corpore asqueroso? ¿Habría descubierto Galeno el Prozac desde la antigüedad? ¿Seríamos por ello una raza más feliz? ¿Qué descubrimientos deslumbrantes del futuro nos están velados por culpa de nuestros prejuicios? ¿Qué fértiles caminos de investigación nos oculta de momento nuestra ignorancia? ¿Qué sustancias curativas podríamos sacarles, por ejemplo, a los corales, esos bellos animales marinos, si los ambientalistas no fueran unos aguafiestas y nos dejaran asolar el planeta en paz?

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