De las situaciones
arquetípicas más socorridas para insuflarle emoción a un relato cinematográfico
o televisivo --por ejemplo, la del héroe incomprendido que a costa de un gran
sacrificio hace un bien a la comunidad aunque ésta lo rechaza, o la del sátiro
insaciable y libertino que se la pasa en la cama con mujeres distintas-- la
segunda que más recurre en mis fantasías es la del director de un periódico
que, al enterarse de un suceso importante cuando la edición del día siguiente
ya se está imprimiendo, echa a correr por los pasillos de la redacción
vociferando: “¡Paren las prensas!”
Siempre quise ser poseedor de
información privilegiada para poder regalársela magnánimamente al mundo, el
cual, en agradecimiento, me aclama como su héroe. (La fantasía se complica
porque luego, un montón de mujeres hermosas, también muy agradecidas, vienen a
preguntarme cómo podrían retribuirme y yo les contesto que... en fin, la
fantasía se complica.)
Por lo tanto, es con gran placer que
uso mis páginas de El muégano divulgador
para bramar (metafóricamente) “¡paren las prensas!” e informar a la comunidad
de un descubrimiento epistemológico fundamental: he llegado a la conclusión de
que la ciencia no es completamente objetiva y que las creencias filosóficas de
sus practicantes, pese a todo, sí influyen en los resultados que obtienen o que
no obtienen.
(¿Por qué se quedan tan callados? No me
digan que ya lo sabían...)
La originalísima conclusión que aquí
reporto me vino un día de inspiración, luego de considerar el caso del
descubrimiento de fármacos para aliviar la mente --ansiolíticos, antidepresivos
y demás. Por espacio de muchos siglos un grupúsculo minoritario y sin
importancia conocido como noventa y nueve por ciento de la civilización
occidental creyó que, mientras el cuerpo era una cochinada corruptible y
maloliente cuyo destino bien merecido era pudrirse en las entrañas de la
tierra, la mente era un flato espiritual y puro, don de los dioses, que sólo se
juntaba con el asqueroso cuerpo porque no le quedaba más remedio, y que se iba
a parajes más etéreos en cuanto el cuerpo colgaba los tenis. Esta creencia
retrasó las ciencias de la mente, como demostraré en seguida.
Los médicos de la mente ya habían
tenido ocasión de observar con envidia que sus rivales, los médicos del cuerpo,
conseguían muchas veces curar a su repugnante objeto de estudio poniéndole una
inyección al paciente. Dispuestos a no ser menos, se dieron a la tarea de
inventar sustancias que, inoculadas a la mente, la curaran de todos sus males,
desde el de amores hasta el de Alzheimer. La empresa falló cuando los médicos
participantes no pudieron encontrarle a la mente las pompas para ponerle las
inyecciones.
Por suerte, la serendipia, esa aliada de
los científicos, vino al rescate. Quiso el destino que, en su
desesperación, el líder del proyecto, bien conocido por su esquizofrenia
galopante y su empeño en pensar durante sus ataques que los productos de su
imaginación eran los señores de batas blancas en vez de los enanitos verdes con
cascabeles y trajes de colores, quiso el destino, decía, que el líder del
proyecto se sentara sin darse cuenta sobre la jeringa que contenía el fármaco
que el equipo pretendía inyectarle a la mente, hecho lo cual profirió un
“¡ay!”, que era lo más lúcido que se le había oído decir en su vida. Acto
seguido, se curó de la esquizofrenia. Con eso los médicos que habían pensado
que la mente era independiente del cuerpo se dieron cuenta de su error
milenario: creer en la separación del cuerpo y la mente les había impedido
imaginarse que para inyectarle una medicina a la etérea psique bastaba
inoculársela al paciente en las mundanas y materiales posaderas.
Los señores de batas blancas celebraron
el descubrimiento como si en éste no hubiera tenido nada que ver la casualidad,
con publicación y todo. Los enanitos verdes hicieron huelga de cascabeles
caídos, pero nadie les hizo caso.
¿Hasta dónde habríamos llegado si estos
señores no hubieran vivido cegados por el concepto de una mens eterea presa contra su voluntad en un corpore asqueroso? ¿Habría descubierto Galeno el Prozac desde la
antigüedad? ¿Seríamos por ello una raza más feliz? ¿Qué descubrimientos
deslumbrantes del futuro nos están velados por culpa de nuestros prejuicios?
¿Qué fértiles caminos de investigación nos oculta de momento nuestra
ignorancia? ¿Qué sustancias curativas podríamos sacarles, por ejemplo, a los
corales, esos bellos animales marinos, si los ambientalistas no fueran unos
aguafiestas y nos dejaran asolar el planeta en paz?
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