Es
costumbre hoy en día poner en internet el primer capítulo de los libros que uno
escribe para abrirles el apetito a los posibles lectores y compradores, de
preferencia lo segundo. En espera de espacio en la página de la DGDC para
ofrecer los frutos de mi labor, doy al Muégano divulgador las primicias de un volumen que
estoy planeando escribir. Es una historia del café, pero les confieso entre nous que he
tenido algunas dificultades para encontrar material, así que me he visto
obligado a –digamos— novelar un poquito, como hacemos a veces los divulgadores (je, je).
He puesto todo mi empeño en que lo inventado no se distinga de lo documentado.
Creo que me salió muy bien.
Breve historia del café
Cuenta la leyenda que los efectos bien conocidos del
café los descubrió hace mucho tiempo un pastor etíope al ver a sus cabras
comportarse de una manera insólita luego de mascar unas frutitas rojas que no
figuraban en la dieta habitual de los animales. Ante los ojos del atónito
pastor, éstos se pusieron lentes, sacaron de quién sabe dónde unos libros
gordísimos y se pusieron a estudiar toda la noche.
El
pastor informó del suceso a unos monjes que vivían por ahí y éstos tuvieron la
idea más natural: descarnar las frutas, sacarles las semillas, dejarlas secar
unas semanas, tostarlas, molerlas, preparar con el polvo una infusión, servirla
en tacitas de porcelana, añadir azúcar al gusto y sentarse a beberla junto a
unas mesitas monísimas llenas de libros de arte.
Al cabo
del tiempo el brebaje se extendió por las Arabias y se convirtió en bebida
sagrada en virtud de sus cualidades estimulantes. Como no había quien se
soplara una ceremonia religiosa sin empezar a cabecear, las autoridades
eclesiásticas decidieron poner a la entrada de los templos una máquina
expendedora de café (a dos dinares cincuenta la tacita).
El tiro
habría de salirles por la culata. Al poco rato los fieles sacaron de los
templos el café --que en esas tierras se llamaba qawah-- y se lo llevaron a las calles, donde no tardaron en
aparecer tenderetes muy agradables en los que se vendía café a dos dinares
veinte, más barato. Estos negocios tenían nombres como Al-parnaso-al-qoyowahqan y Qandhi-libros-ibn-mikhelangeldeqevehdo,
y allí se reunía el pueblo a discutir de política. Por el barrio se
paseaban personajes pintorescos que llevaban bajo el brazo sendos ejemplares
del libro subversivo Al-dinares (“Das
Kapital”, en alemán), del filósofo árabe Qar-al-Markhzizmi.
Cundió
el descontento. Las autoridades prohibieron la bebida otrora sagrada. Al pueblo
le importó un qaqawahte. El café quedó establecido como bebida de las masas.
El café
entró en Europa por la puerta de atrás, que en aquellos tiempos era la puerta
de enfrente: Turquía. Se le consideró bebida de infieles, y por lo tanto
nefasto, hasta que el papa lo probó. Entonces, milagrosamente, se le quitó lo
nefasto (al café). Con el beneplácito de la Santa Iglesia, la infusión de
capruno linaje se diseminó por occidente y los europeos empezaron a comportarse
como unas cabras.
Para el siglo XVIII la
bebida estaba tan arraigada en el viejo mundo, que Johann Sebastian Bach
compuso sus célebres Kaffee-Kantate, una de las cuales, hoy perdida, empezaba
con un coro a capella que cantaba
“¡ay, mamá Iné’! ¡ay, mamá Iné’! Todo’ lo’ negro’ tomamo’ café” con la misma
línea melódica que el Kyrie de la Misa en si bemol, pero en tempo di cia-cia-cià.
Eso es
todo lo que les voy a dejar leer. Si quieren saber qué pasa después, compren el
libro. Espero con ansia sus comentarios.
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