domingo, 28 de julio de 2013

Primicias: historia del café (No. 15, octubre-noviembre 2001)


Es costumbre hoy en día poner en internet el primer capítulo de los libros que uno escribe para abrirles el apetito a los posibles lectores y compradores, de preferencia lo segundo. En espera de espacio en la página de la DGDC para ofrecer los frutos de mi labor, doy al Muégano divulgador las primicias de un volumen que estoy planeando escribir. Es una historia del café, pero les confieso entre nous que he tenido algunas dificultades para encontrar material, así que me he visto obligado a –digamos— novelar un poquito, como hacemos a veces los divulgadores (je, je). He puesto todo mi empeño en que lo inventado no se distinga de lo documentado. Creo que me salió muy bien.


Breve historia del café

Cuenta la leyenda que los efectos bien conocidos del café los descubrió hace mucho tiempo un pastor etíope al ver a sus cabras comportarse de una manera insólita luego de mascar unas frutitas rojas que no figuraban en la dieta habitual de los animales. Ante los ojos del atónito pastor, éstos se pusieron lentes, sacaron de quién sabe dónde unos libros gordísimos y se pusieron a estudiar toda la noche.
       El pastor informó del suceso a unos monjes que vivían por ahí y éstos tuvieron la idea más natural: descarnar las frutas, sacarles las semillas, dejarlas secar unas semanas, tostarlas, molerlas, preparar con el polvo una infusión, servirla en tacitas de porcelana, añadir azúcar al gusto y sentarse a beberla junto a unas mesitas monísimas llenas de libros de arte.
       Al cabo del tiempo el brebaje se extendió por las Arabias y se convirtió en bebida sagrada en virtud de sus cualidades estimulantes. Como no había quien se soplara una ceremonia religiosa sin empezar a cabecear, las autoridades eclesiásticas decidieron poner a la entrada de los templos una máquina expendedora de café (a dos dinares cincuenta la tacita).
       El tiro habría de salirles por la culata. Al poco rato los fieles sacaron de los templos el café --que en esas tierras se llamaba qawah-- y se lo llevaron a las calles, donde no tardaron en aparecer tenderetes muy agradables en los que se vendía café a dos dinares veinte, más barato. Estos negocios tenían nombres como Al-parnaso-al-qoyowahqan y Qandhi-libros-ibn-mikhelangeldeqevehdo, y allí se reunía el pueblo a discutir de política. Por el barrio se paseaban personajes pintorescos que llevaban bajo el brazo sendos ejemplares del libro subversivo Al-dinares (“Das Kapital”, en alemán), del filósofo árabe Qar-al-Markhzizmi.
       Cundió el descontento. Las autoridades prohibieron la bebida otrora sagrada. Al pueblo le importó un qaqawahte. El café quedó establecido como bebida de las masas.
       El café entró en Europa por la puerta de atrás, que en aquellos tiempos era la puerta de enfrente: Turquía. Se le consideró bebida de infieles, y por lo tanto nefasto, hasta que el papa lo probó. Entonces, milagrosamente, se le quitó lo nefasto (al café). Con el beneplácito de la Santa Iglesia, la infusión de capruno linaje se diseminó por occidente y los europeos empezaron a comportarse como unas cabras.
Para el siglo XVIII la bebida estaba tan arraigada en el viejo mundo, que Johann Sebastian Bach compuso sus célebres Kaffee-Kantate, una de las cuales, hoy perdida, empezaba con un coro a capella que cantaba “¡ay, mamá Iné’! ¡ay, mamá Iné’! Todo’ lo’ negro’ tomamo’ café” con la misma línea melódica que el Kyrie de la Misa en si bemol, pero en tempo di cia-cia-cià.

         Eso es todo lo que les voy a dejar leer. Si quieren saber qué pasa después, compren el libro. Espero con ansia sus comentarios.

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