domingo, 28 de julio de 2013

Virginidades de orden superior (No. 11, junio 2001)


Si uno quiere que lo obedezcan lo mejor es hacer como aquel rey de un asteroide en El principito, que sólo daba órdenes razonables. El bondadoso y justo monarca de ese reino planetesimal le ordenaba al sol salir por la mañana y ponerse en la tarde en vez de lo contrario, que hubiera sido una necedad y además hubiera resultado en enojosas vejaciones para el rey. Con el alma henchida del más puro deseo de ser justo como el rey de Saint-Exupéry, a mí me ha dado por ordenarles a los pajarillos que trinen, a los arroyuelos que fluyan y a los secretarios del trabajo que digan tonterías.
         Como ustedes ven, he desentrañado el secreto de las órdenes de ese soberano tan obedecido: todo está en pedirles a las cosas que hagan lo que de todos modos van a hacer, fatal e impepinablemente, se los ordenemos o no. Así, si le ordeno a la lluvia que caiga de arriba abajo y no al revés, o a ustedes, compañeros amados, que no colaboren con El muégano, tengo más probabilidades de ver mis órdenes cumplidas que Vicente Fox cuando exige que las cosas se hagan hoy, lo cual me lleva a una idea novedosísima para mejorar la sala de reproducción humana de Universum, idea que ardo en deseos de compartir con ustedes, como siempre.
         La feliz ocurrencia me asaltó de repente hace poco, cuando estaba esperando para donar sangre en uno de los Institutos Nacionales de Salud, mientras oía, más que ver, un video acerca de cómo prevenir el sida en el que se recomendaba a los jóvenes no acostarse con nadie hasta el matrimonio, o en su defecto --si ya se había rendido la doncellez--, no volver a acostarse con nadie hasta el matrimonio. A la decisión de no volver a cometer los pecados de lujuria y fornicación (la tónica del video me inspira ese lenguaje bíblico) le daban los realizadores de la cinta el sugerente nombre de segunda virginidad. “¿Han oído hablar de la segunda virginidad?”, les decía una enfermera a unas jovencitas arrepentidas. ¡Pero claro!, me dije entonces, dándome una palmada en la desobstruida frente. ¡He aquí cómo lograr que nuestro público nos haga caso!
         Por lo general no me gusta adornarme con plumajes ajenos y no estaría yo aquí contándoles cosas si no se me hubiera ocurrido al mismo tiempo cómo extender la vívida idea de la segunda virginidad, con la mira puesta, como es mi costumbre, en el bienestar de nuestros visitantes, y ad majorem degedecei gloria. ¿Queremos que nuestros visitantes se lleven de Universum un concepto del que puedan sacar provecho? Entonces propongámosles no sólo la posibilidad de ser vírgenes de orden dos (que ya es, como dirían los gringos, como servirse pastel y además comérselo), sino de orden tres y cuatro y cinco y n, donde n es un número natural cualquiera: proclamemos con fuerte voz el advenimiento de las virginidades de orden superior.
         Se me ocurre que podríamos hacer un video como el que oí (más que ver) mientras esperaba a que me flebotomizaran. Me imagino la siguiente escena, que con gusto le cedo a Ramón Cervantes para la película: una jovencita llorosa y arrepentida está hablando con su maestra y ésta le dice: “¿Te acostaste con tu novio otra vez? No te preocupes, Fulanita. Mira, ¿has oído hablar de la quincuagesimoséptima virginidad?”, con lo cual a la pequeña se le ilumina el rostro. Acto seguido se va a su casa muy contenta y con el alma tranquila.
         Me concederán al menos, queridos colegas, que la idea es muy versátil. Ahora que la mojigatería está de moda (quién sabe por qué) mi genial propuesta contribuirá a salvaguardar no sólo la paz espiritual de nuestros visitantes, sino la solidez y duración de los matrimonios en los que el varón le exige virginidad inicial a su desposada, porque todas las chavas podrán decir que llegaron vírgenes al matrimonio. Es más, como n, el orden de virginidad, puede ser un número arbitrariamiente grande, podrán llegar vírgenes incluso a la tumba, y a lo mejor, gracias a mí, el Vaticano acaba canonizándonos, o por lo menos beatificándonos, a unas cuantas compatriotas, lo cual siempre alegra muchísimo a los mexicanos y puede servir de consuelo a todas las mujeres que en el pasado, con tantos sacrificios y engañadas por una moral miope que nunca vislumbró el concepto de virginidades de orden superior, se creyeron obligadas a llegar al matrimonio vírgenes de primer orden.

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